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De la Constitución a la Contraconstitución (II)

De las 703 reformas a nuestra Constitución durante su primer centenario de vida, el mayor número de éstas se ha concentrado en el tema de las facultades del Congreso y exclusivas de sus respectivas Cámaras, 158 en total; seguidas por las 27 reformas del artículo 123, dedicado al tema laboral, las 20 del 27, relativo a la propiedad, y las 18 del 89 en el que están consagradas las facultades del titular del Ejecutivo Federal, permaneciendo solo inalterados 22 artículos del texto original. Sin embargo, ojalá el tema se redujera a cuestiones matemáticas. Lo grave es que no queda nada del espíritu revolucionario y del garantismo social que un día animó la promulgación de nuestro Texto Supremo, desde el momento en que una a una, todas sus principales conquistas han quedado sepultadas. Veamos dos artículos como ejemplo máximo de este proceso jurídico regresivo y contraconstitucional: el 27 y el 123, los mismos que un día hicieron del Derecho mexicano en materia agraria y laboral un referente jurídico para el mundo contemporáneo y que hoy no lo son más.


En el 123, como lo amplía su propia ley reglamentaria, la estabilidad en el trabajo es ya una mera entelequia, como lo son el derecho a la atención médica social, el seguro de retiro, el derecho a huelga, la libre asociación sindical, la aspiración a una justicia pronta y expedita, el espíritu de protección al trabajador, así como la independiente procuración de justicia laboral y garantía del trabajo. El impune impulso al outsourcing, la corrupción sindical y la extinción de las Juntas de Conciliación y Arbitraje, terminaron por destruir las conquistas que se habían ganado a pulso desde el Constituyente de 1916 en materia de seguridad social. ¡Y qué decir del artículo 27! Una ofensa a la Nación que conserve su texto el concepto de propiedad originaria y que aún se enfatice que las modalidades a la propiedad privada las impondrá la Nación “en beneficio social”, cuando lo que los recientes gobiernos han hecho es, a partir de las oprobiosas reformas de 1992, 2011, 2013 y 2016 y del falaz régimen concesionario, legitimar la entrega indiscriminada de los recursos naturales y del patrimonio territorial -con todo lo que éste comprende- al capital privado para beneficio exclusivo de éste, que no del interés público, posibilitando megaproyectos que, lejos de favorecer a la Nación, solo contribuyen a su degradación y devastación en todos los órdenes, como es el caso de la minería (en especial a cielo abierto), la siembra de transgénicos, el turismo voraz y el deletéreo fracking. Ante ello, los espectros que tenemos de federalismo o de educación pública en la Constitución no nos sorprenden ya, como tampoco la regresión estéril del tratamiento meramente formal que presentó la reforma en materia de justicia penal y de seguridad pública, cuyo avance garantista y de presunción de inocencia quedaron abortados, porque son letra muerta en medio de nuestro evidente fracaso social, del que elevar a nivel constitucional la delincuencia organizada es uno de nuestros más claros referentes.


¿Ha muerto la Revolución Mexicana? Por lo pronto reconozco que los ideales de justicia social que una vez inspiraron nuestra Carta Magna están cada vez más alejados de ella. Nuestras leyes apuntan a otros derroteros, siempre más inhumanos. Sin Estado de derecho y en pleno proceso de descomposición social, carentes de valores, presos de la intolerancia, del egoísmo y de la sed de hacernos justicia porque el sistema no nos responde, somos una sociedad a la deriva, que atestigua cómo la ley es manipulada porque está, como todos lo estamos, secuestrada por grupúsculos ávidos, enfermos de poder, cuya patología se extiende hasta corromper todos los intersticios del tejido social, luego de haber hundido estructural y superestructuralmente a la Nación.


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