De la Constitución a la Contraconstitución (I)
La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, promulgada el 5 de febrero de 1917, logró ser materialización de la mayor parte del ideario emanado del movimiento revolucionario, dando vida al constitucionalismo social del que los artículos 3º, 27 y 123 principalmente, fueron evidencia plena.
Más adelante, con la sucesión de los gobiernos posrevolucionarios, sobre todo entre 1921 y 1944, nuestra Carta Magna logró conservar, fortalecer y ampliar de forma notable los alcances de lo que apuntaba a erigirse como proyecto de Nación. No obstante, la marcha del país pronto cambiaría de rumbo. El fin de la Segunda Guerra Mundial vendría aparejado de una recomposición inminente de poder entre los países, a la vez que nuestra dependencia económica hacia Estados Unidos sería cada vez mayor. Y algo peor: el modelo económico mundial no tardaría en transformarse y dar paso a esa forma de ultracapitalismo salvaje y descarnado que aún hoy –en su plena transformación decadente- nos sigue azotando.
Eso que denominamos neoliberalismo. Modelo socioeconómico que contribuyó al fin de nuestro régimen constitucional originario al dar paso al contraconstitucionalismo antisocial que hoy nos gobierna. La interrogante que debería surgir en consecuencia es ¿por qué hablar de contraconstitucionalismo? En 100 años de existencia, la Constitución ha sido reformada 703 veces: 87 entre 1921 y 1945, 52 entre 1946 y 1969 y 564 de 1970 a 2017. De ellas, 77 veces por Zedillo, 110 por Calderón y 151 por Peña Nieto.
¿Mera estadística numérica? Ojalá, pero no, foco rojo que nos advierte cómo la impaciencia febril por modificar y desnaturalizar a la Carta Magna ha ido a la par, porque a ello ha contribuido, de nuestro declive nacional. Carlos Salinas hizo 55 reformas constitucionales, la tercera parte de lo que ha hecho el peñismo, pero fueron las suyas, reformas trascendentalmente quirúrgicas que prepararon el terreno para que los posteriores gobiernos avanzaran hasta completar la obra de socavamiento de los cimientos revolucionarios.
No olvidemos, como es nuestra costumbre, que al salinato se debió en 1992 la muerte de la propiedad social, fundamentalmente del ejido, así como la apertura a las concesiones privadas en el régimen de aguas y minería, además del desmantelamiento del sector estatal con la privatización de sus empresas. Así, para cuando Zedillo, Fox y Calderón llegaron, los principales diques nacionalistas estaban ya quebrantados.
Ellos solo continuaron abonando el camino. Allí el calderonato con su reforma energética –suprimera etapa-, la criminal extinción de Luz y Fuerza del Centro, la entrega de las playas a los intereses particulares y su nefasta reforma laboral, un capítulo más de la historia prefigurada desde sexenios atrás. De tal forma que cuando arribó el peñato, uno de los principales y más emblemáticos bastiones posrevolucionarios que quedaba por derruir era el petróleo, que por décadas encarnó el fundamento del “nacionalismo económico” de la Nación. Así, su respectiva reforma energética -segunda etapa del proceso-, se concentró en retirar al estado de la industria de los hidrocarburos y dar paso a la inversión privada, nacional y extranjera.
Sin embargo, lo más grave es que nuestro territorio, pleno de riquezas naturales pero abandonado a su suerte desde siglos atrás, sucesivamente acaparado por encomenderos, Iglesia y al final latifundistas, pese a haber sido repartido a los campesinos por los gobiernos posrevolucionarios, al no haber sido objeto de ningún programa serio y moderno de desarrollo, terminó secuestrado una vez más al ser “liberalizado” por la contrarreforma agraria, víctima de la neoconquista y neodespojo descarnados del patrimonio nacional que lo han, de nueva cuenta, entregado a unas “cuantas manos”, unas nuevas y otras las de siempre.