Espionaje: inteligencia y traición
¿Hasta dónde un gobierno puede irrumpir, con todo el peso de su poder, en la vida privada de los ciudadanos? Al respecto, nuestra Carta Magna refiere en el artículo 6º, fracción segunda del apartado A, que “la información que se refiere a la vida privada y los datos personales será protegida en los términos y con las excepciones que fijen las leyes”. Asimismo, en el doceavo párrafo del artículo 16 contundente estipula: “Las comunicaciones privadas son inviolables. La ley sancionará penalmente cualquier acto que atente contra la libertad y privacía de las mismas, excepto cuando sean aportadas de forma voluntaria por alguno de los particulares que participen en ellas. El juez valorará el alcance de éstas, siempre y cuando contengan información relacionada con la comisión de un delito. En ningún caso se admitirán comunicaciones que violen el deber de confidencialidad que establezca la ley” y continúa abundando en el tema y su licitud.
Pero ¿de qué sirve esta tutela suprema cuando el propio gobierno la convierte en letra muerta? Nada hay más oprobioso para una sociedad que advertir cómo, mientras por un lado el sistema gubernamental invade en la vida privada de ciudadanos que elevan su voz y contribuyen a la defensa de los derechos humanos, por el otro, tolera que la corrupción campee y que los grupos delictivos de todos los niveles y tipos se fortalezcan al amparo de la impunidad. Y peor aún, que los titulares de los altos mandos de gobierno en la Nación, lejos de admitir su responsabilidad y proceder a intervenir, reaccionen intimidando a quienes se sienten violentados en su esfera más íntima de vida y declarando “confidencial” toda información relativa a los actos de espionaje, como los que denunció The New York Times en torno a los supuestos contratos con NSO Group, que por declaratoria de la Procuraduría General de la República solo podrán consultarse hasta 2021.
Para que exista una verdadera democracia se necesita de transparencia y respeto a la dignidad y derechos fundamentales de las personas, es decir, de verdad. En cambio, cuando lo que caracteriza a un estado es la normalización del atropello, vigilancia, control y espionaje indiscriminados, el tránsito hacia la dictadura está dado. La pregunta es ¿hasta dónde es nuevo y lícito este fenómeno?
En realidad tendríamos que admitir que el espionaje es, lamentable o afortunadamente, tan antiguo como el hombre, pues en todos los espacios y a lo largo de todos los tiempos ha acompañado a la sociedad en su devenir, detonando reacciones encontradas, lo mismo de profunda admiración que de total repudio, pues como lo sentenció Michel Foucault, “saber es poder” y el espionaje ha sido capaz de cambiar el rumbo de la historia y no siempre para bien. ¿Dónde está entonces el justo medio?
Sin duda en los mecanismos pero sobre todo, en los fines que motivan al espionaje y en el beneficio que puedan reportar para el interés público. De lo contrario, su única función consiste en ser instrumento descarnado al servicio exclusivo de un grupo específico en aras de perpetuarse en el poder. Juan Pujol, Mark Felt, Ramón Mercador, Daniel Ellsberg, el propio Julián Assange y la celebérrima Mata Hari, entre tantos otros miles de espías, han sido sustituidos por el malware Pegasus, pero no hay comparación posible con éste ante su potencialidad invasiva ni en sus objetivos de lucha.
Sin embargo, no olvidemos que así como hay espías hay contra espías y por más razones de inteligencia que se puedan invocar, la savia del espionaje se llama traición y la línea que separa al espionaje en razón de la seguridad nacional al espionaje discrecional e injustificado, es más fina que el hilo de una telaraña. El problema es que quien la rompe, queda atrapado en ella.
Por eso en el caso del espionaje a periodistas, críticos y defensores de derechos humanos recién denunciado, no solo ellos, la sociedad en pleno demanda romper la secrecía y conocer la verdad.